Debemos preguntarnos en primer lugar: ¿Cuál es la verdadera naturaleza de la locura?
Todo acto, comportamiento, o criatura con entidad propia proviene de algún lugar y su génesis ha sido impelida por algún tipo de fuerza mental, consciente o inconsciente; descartando otras posibles causas que se nos escapan, y que solo son en este momento elucubraciones más o menos bienintencionadas.
Lo que está claro, es que los mismos desencadenantes que llevaban a un habitante de la Roma imperial a perder la chaveta, a botársele la canica, o a estar tocado del ala, son los causantes últimos de las enfermedades mentales en nuestros días. Aunque con el escasísimo conocimiento que se tiene actualmente de las funciones del sistema nervioso central, es más que posible que con el paso de los años se descubran otras posibles causas, hoy del todo desconocidas. Incluso es plausible que la mente no esté donde se cree unánimemente, y ésta se localice incluso fuera de nuestra envuelta física, o por cuestiones relacionadas con el entrelazamiento cuántico, esté bilocada.
La clave para comprender, aunque sea vagamente y a grandes rasgos, y, por tanto, para diseñar tratamientos efectivos, está en la génesis de la disfunción mental.
Es bien sabido que faltan piezas claves para descifrar el enigma.
Quizás tengamos que retrotraernos a la antigüedad para retomar el hilo donde están esperando pacientemente las respuestas, o como especulan algunas teorías basadas en la mecánica cuántica y en la teoría del universo holográfico, no somos más que piezas en un programa de dimensiones inimaginables. Por si es cierto que, solo somos avatares de un videojuego cósmico jugado torpemente por un adolescente aquejado de acné, alcemos nuestra vista al cosmos y exigimos respuestas.
Nikola Tesla infirió una teoría sobre el origen de la electricidad basada en sus experiencias infantiles junto a su querido gato Macak. Especulaba que el universo podría ser un gato gigante cuyo lomo acariciaba dios. Como ven, las hipótesis para explicar el vasto escenario donde nos desesperamos son tan líricas, brillantes, o descabelladas, como la mente que les da forma.
Centrándonos y siendo reduccionistas, por cuestiones de tiempo, y por no causar al lector una insoportable cefalea; las causas, digamos emocionales, yo diría de software o soporte lógico, o si lo quieren llamar, la parte intangible del proceso cognitivo, se retrotraen a la esencia más reptiliana de como percibimos el mundo.
Una sociedad que se desmorona como la nuestra, debería haber previsto la más que previsible consecuencia del deterioro psíquico de la población, que por mi congénito cinismo, es el resultado de las políticas sociales y económicas que promueven el aislacionismo de los ciudadanos hasta límites aberrantes.
Como bien saben, un individuo cuando se le fuerza a procesar sus ritmos vitales en el modo de mera supervivencia desarrolla unos hábitos poco saludables en cuestiones como preservar su propia integridad física, y no digamos mental.
Es indudable que estamos en un periodo de cambio hacia otro paradigma global, posiblemente, llámenme pesimista, mucho más destructivo y sin lugar a dudas, mucho más deshumanizado.
Volviendo al tema inicial de este artículo, nuestra existencia está encorsetada en unos parámetros acordes al animal medio pensante que por desgracia somos y nos vemos expuestos a la mera función que parece ser que tenemos encomendada en esta tragicomedia llamada vida: la depuración de nuestra propia especie a través de procesos de transmisión de genes, o sea, de paquetes de información. Al parecer, somos poco más que una bolsa de crujientes aperitivos con una colorida sorpresa en su interior.
Al final va a resultar que somos un soporte de datos con pretensiones filosóficas que le sobrepasan ampliamente, una pequeña polilla que intenta comprender porque tiene que volar hacia la llama de una vela.
Una vez que asumes que estás vivo, muerto, o quizás ni existes, las cosas están meridianamente claras.
Con tan pocos factores despejados de la ecuación de la vida es imposible encontrar las respuestas a enigmas tan complejos, pero con el atrevimiento del ignorante, yo me aventuro a escribir de lo divino y de lo profano, otro privilegio de no estar en mis cabales.
¿Que subyace en el más pestilente fondo de una enfermedad mental?, el miedo; el mismo terror que paralizaba en las largas noches de invierno a nuestros ancestros al imaginar avivadamente la posibilidad cierta de ser devorado por una fiera, de desaparecer en un instante, sumergiéndose en la nada profunda y oscura.
Un enfermo de melancolía, o de delirios insanos, (como diría un viejo galeno), si desea recobrar la templanza; (otro asunto es definir el espectro que engloba la locura en sí), debe despojarse del miedo a la muerte, lo cual abarca el deterioro físico asociado indisolublemente a la vejez.
Bajo mi parecer, las pérdidas materiales, en cuanto acercan al individuo a la muerte física por falta de medios de subsistencia, es otro factor que encadena a la pérdida de objetividad.
Concluiré diciendo ,que al igual que un martillo puede ser una herramienta al mismo tiempo que un arma contundente y de inigualable efectividad en el desarrollo de su función destructiva, la maquinaria que nos proporcionó la naturaleza y que nos da cierta ventaja evolutiva, como la posibilidad de prever acontecimientos tan lejanos que muchas veces nunca llegarán a suceder, también es esa arma de agudísimo filo que nos hace ver las infinitas posibilidades de ser comida para seres en una posición más elevada en la cadena trófica. Somos poca cosa en este mundo repleto de bestias hambrientas, desde las bípedas otras de múltiples extremidades.
Yo he dicho siempre que la locura, aun siendo en leves y casi inapreciables proporciones, es el estado natural del ser humano.
La imaginación ha traído muchas desgracias por el mero hecho de dibujar escenarios poco tangibles, pero igual de desesperantes que la más férrea realidad. Asomarse al abismo trae muchos dolores de cabeza y es bien sabido, que desde ese mundo que conoceremos más pronto que tarde, alguien nos llama por nuestros nombres y si miramos fijamente a esa estación de final de trayecto nuestra calma desaparecerá y nos llamarán locos de atar.
Pero no todo está perdido, porque hay un arma infalible que puede revertir los síntomas de los delirios maniacos más exacerbados y que puede proporcionarnos las más resplandecientes alas para volar muy lejos de los insondables pozos de la desesperación.
Esa llama que ilumina las tinieblas despojándolas de las zonas en penumbras donde se esconden los monstruos acechantes se llama amor. Hablo de ese amor que no conoce distancias, leyes de la física y al cual no le importa lo más mínimo en el cúmulo estelar que habitamos.
Ese raro y preciado tesoro se encuentra, pero no se puede buscar. Surge detrás de unos ojos, de una sonrisa, o del gesto más simple y cotidiano.
Buda dijo: «El amor solo busca liberar a todos los seres por igual del sufrimiento y alcanzar la felicidad». Quien soy yo para llevarle la contraria a miles de años de sabiduría oriental. Así que la conclusión está clara: Amén hasta que todo sea luminoso y tengamos que llevar gafas de sol en lo más crudo del invierno arandino.