No nos dejan ser felices: vivir con T.E.A.

Supongo que todos conocéis ese típico juguete para niños pequeños en los que tiene que encajar unas piezas con formas geométricas simples para que caigan en un cubo. Ahora imaginad que, por alguna razón, hay una pieza diferente que no encaja en ninguno de los agujeros; no es un círculo ni un cuadrado… No es una pieza con forma “normal”. ¿Qué hacer con ella?

¿La desechas y la tiras? Parece evidente que salió defectuosa.

¿La haces encajar aunque sea a martillazos? Posiblemente la acabarás rompiendo.

¿La limas y la adaptas para que encaje? Perderá su forma original pero, al menos, funcionará.

 

Así es como nos hemos sentido tratadas las personas con Asperger, autismo de alto rendimiento o como quieran llamarnos.

Pero… ¿Qué es el síndrome de Asperger? Según dicen los estudiosos de neurología, es un “trastorno del neurodesarrollo” o para entendernos, nuestro cerebro funciona diferente al vuestro. Por tanto, nuestro comportamiento es distinto, ya que percibimos el mundo de otra manera.

Por ejemplo, algo tan común como ir al supermercado, para mí es un desafío aterrador. Sin embargo, podría estar hablando en público, sin problemas, sobre la evolución de la aeronáutica durante horas.

 

El ofuscado dueño de la pieza defectuosa, después de haberla desechado, amartillado o limado, quizá se dará cuenta algún día, de que esa pieza no era un juguete. Era la pata de una silla, la rueda dentada de un motor o un vaso de diseño vanguardista. Es decir, un objeto útil y funcional, para un cometido concreto, al que ha deformado perdiendo su capacidad que lo hacía especial, convertido ahora en un juguete infantil.

Afortunadamente, los humanos no somos juguetes; pero durante nuestra vida, especialmente en la adolescencia, tenemos que encajar con el resto de la sociedad y pobre del que no pase por el patrón establecido. Como decía un amigo mío: “El clavo que más sobresale, es el que más palos se lleva”.

 

De niño no me gustaba jugar al futbol; yo quería jugar a “Vietnam”, ser un capitán de los Boinas Verdes y arrastrarme por la hierba como si fuera una jungla frondosa. Me podía pasar horas hablando de aviones y de mayor quería ser piloto de un F-14 Tomcat, como Tom Cruise en TOP GUN. A la edad de 9 años, cuando empiezas a formar tu propia identidad, tu personalidad, empieza también el acoso escolar.

La pieza es defectuosa y hay que desecharla.

 

El colegio podía llegar a convertirse en una pesadilla cuando, no solo los alumnos, sino también los profesores se burlan de ti por ser diferente… o peor, te castigan. Salvo muy honrosas y queridas excepciones, ningún profesor vio que yo no era como los demás. En la ESO y Bachillerato sacaba notas horribles y suspendí muchas asignaturas, pero me sabía de memoria las prestaciones de casi todos los cazas americanos fabricados desde la II Guerra Mundial, las batallas más importantes de la historia o era capaz de escribir aventuras con una imaginación desbordante. Repetí curso tres veces.

Si yo ya leía Amadís de Gaula, ¿por qué tengo que leer El Quijote? Yo aprendía por mi cuenta, me apasionaba leer las enciclopedias que había en casa. Pero en el colegio, todo se volvía aburrido o peor, odioso. Me parecía una cárcel donde te obligan a aprender cosas de memoria bajo pena de castigos o una fábrica donde los estudiantes son meros productos de una cadena de montaje.

La pieza tiene que encajar aunque sea a martillazos.

 

Mis padres siempre se preocuparon por mis notas; me castigaban cuando suspendía exámenes, ya fuera quitándome los videojuegos o prohibiéndome ver la tele. Obviamente, esos castigos no funcionaban. Tan solo, cuando me prometieron comprarme una videoconsola nueva si sacaba buenas notas, realmente me esforcé. Una vez cumplida la promesa, mis notas volvieron a bajar. Mi único aliciente para aprobar era para evitar los castigos y regañones.

Desesperados, mis padres preguntaron en el colegio si yo necesitaba algún trato especial, ya que no era normal que un niño brillante sacara tan malas notas de pronto. Estuve presente en aquella reunión y recuerdo a mi madre preguntar al tutor de la clase: “¿Es que mi hijo se ha vuelto tonto de repente?” El profesor sonrío de manera irónica, se encogió de hombros y contestó: “Tampoco es que sacara buenas notas antes…” Mi madre le contestó diciendo que eso era falso, pero aquel tipo zanjó el asunto: Yo era un inútil, un vago, que se pasaba todo el día en las nubes, no prestaba atención en clase, me evadía y me iba a mi mundo. Si bien esto último era cierto; creo que su obligación era haber averiguado por qué necesitaba evadirme.

Cuando había un Gran Premio de Fórmula 1 en las antípodas, me levantaba a las 6 o las 7 de la mañana para ver la carrera. Me hacía más de 10 kilómetros de marcha por el campo para disfrutar de la naturaleza y devoraba libros como quien come pistachos… Y aun así, yo era un vago.

Mis padres, tras el encuentro con aquel tutor, no les quedó otra que creer esa patraña y me educaron en consecuencia. Quizá cometieron un error pero, ¿qué podían hacer? La culpa no fue suya, sino de un sistema educativo que castiga a quien piense o actúe diferente.

Ellos fueron quienes intentaron limar lo que ellos creían que eran defectos para que yo pudiera encajar.

 

20 años después de la reunión con aquel profesor, tras miles de euros gastados en psiquiatras y psicólogos, traumas y fracasos, una doctora por fin vio que yo no era la pieza defectuosa de un puzle, sino una tan valiosa como cualquier otra, pero de otra caja. Como el patito feo que, al final del cuento, descubre que en verdad es un cisne.

 

Ésta es mi experiencia como persona con trastorno autista. Si conocéis a alguien que, como yo, tiene esta condición, es muy probable que haya pasado por una experiencia similar a la mía, o puede que no. Como cualquier otra persona, cada uno de nosotros es un mundo; algunos querrán encajar y otros, como yo, tengan fobia social y prefieran estar solos.

A mí me encantan los aviones, a otros les apasiona la fauna salvaje y otros puede que su tema favorito sea la arquitectura neoclásica. Pero si hay algo que tenemos en común es la pasión con la que vivimos nuestras aficiones. Por ello, termino con una petición, casi una súplica. Siempre que no implique daño a nadie, por favor; dejadnos ser nosotros mismos.

DEJADNOS SER FELICES.

 

Firmado: Álvaro R.F

VIVIENDA SUPERVISADA: NUESTRO HOGAR. 

Actualmente en Salud Mental Aranda contamos con 4 viviendas supervisadas, con 14 plazas en total. Mucha gente se preguntará en qué consiste este servicio y cuáles son los beneficios para las personas que viven en ellas. Tres de las personas que residen en estos pisos quieren explicar desde su experiencia cómo se sienten y qué beneficios les aporta este recurso. (Para preservar la intimidad de los participantes se les ha asignado un pseudónimo). 

 

¿Cómo te sientes en la vivienda? 

Abedul: El tiempo que paso es un tiempo confortable, tenemos tiempo para ducharnos, leer, hacer actividades, cocinar. Puedo dedicar tiempo al descanso. Me siento más libre ya que puedo comprar cosas extras en los establecimientos cercanos a casa.  

Hortensia: En la vivienda me siento muy bien con las compañeras que tengo, nos apoyamos las unas a las otras. Estoy contenta con ellas, con la situación que tengo ahora. Me habéis ayudado a conseguir lo que necesitaba que era salir de ese piso en el que estaba sola y tengo a unas compañeras que aprecio junto con los monitores.   

Campanilla: Me siento bien con mis compañeras. Hacemos tareas del hogar, actividades personales, nos cuidamos entre nosotras. Me gusta porque me encuentro acompañada y más independiente. 

 

¿Qué diferencia hay entre vivir en otro recurso y la vivienda? 

Abedul: Me siento más libre, se coordinan actividades de forma más libre sin que todo esté tan organizado por tiempo y horarios. Tengo una nevera en casa donde poder meter mis cosas…  

En el otro recurso se imponen los horarios es todo muy estructurado. Aquí puedo salir al mercado, comprar… ¡Me gusta más esto!  

Hortensia: Antes, en mi piso, sentía mucha ansiedad y no me encontraba bien, sentía que no podía salir de ese bucle. Ahora estoy acompañada, hablo, salgo, veo la tele, mejorando poco a poco la ansiedad y aprendiendo cosas nuevas. Quiero aprovecharlo todo lo que pueda.   

Campanilla: Yo he vivido en una residencia y es muy diferente, nunca sabes dónde vas a acabar. Allí, también hacia muchas cosas, pero no creo que fuese mi lugar, aún soy muy joven y estoy mucho mejor aquí. Aquí salgo, entro, hago más las cosas que me gustan, estoy más tranquila. Estoy mucho mejor estando rodeada de gente de mi edad. Allí veía mucha gente mayor y me daba nostalgia y me hacía pensar mucho, dar vueltas a mi cabeza por ver como se encontraban los demás.   

 

¿Qué tiene para ti más valor? 

Abedul: Tener libertad para actuar.  

Hortensia: Para mí lo que más valor tiene es, no sentirme sola, porque la soledad a largo plazo sé que me perjudica. Ahora que estoy acompañada, significa volver a vivir bien. No cambiaría la oportunidad que tengo y la quiero aprovechar al máximo. Tengo unas compañeras y unos monitores a los que aprecio mucho.   

Campanilla: Ahora mismo, tener una vivienda donde poder vivir tranquila.   

 

¿Te parece útil el recurso? 

Abedul: Sí, me gusta el diálogo que existe, que compartimos tiempo y espacios, colaboramos entre los compañeros y nos ayudamos, es muy sencillo vivir aquí. 

Hortensia: Siento que es muy útil porque antes no me cuidaba lo suficiente. Iba a urgencias cada dos por tres, comía bocadillos y apenas me cocinaba. Ahora me siento más útil al hacer cosas y apoyar a mis compañeras. Cuando cocino o hago otras cosas, me siento mucho mejor, aprendo muchas cosas.   

Campanilla: Si, tienes un techo donde vivir y me ayudan, me apoyan, aprendo cosas nuevas y me siento mucho más realizada.   

 

Fdo. Participantes, con el apoyo del equipo técnico de Viviendas Supervisadas.