Como escuché en una serie y todos bien sabemos, el amor y el dolor son sentimientos impacientes, egoístas y aliados y si los intentas ignorar gritan, gritan hasta que solo los escuchas a ellos.
Siempre se ha dicho que en el amor y la guerra todo vale, y es que muchas veces esos conceptos se convierten en sinónimos.
Se unen. Toda guerra es una lucha o disputa por un conflicto de intereses que suele dar lugar al sufrimiento de una o ambas partes. Sin embargo, la guerra del amor es la más bonita, aunque también puede ser la más dolorosa.
Y qué mejor guerra que la de dos enamorados peleando por quién cuelga el teléfono o defendiendo entre gritos y sonrisas un “yo te quiero más”.
Solo aquel dispuesto a luchar dicha batalla puede ser merecedor y por tanto “poseer” el más lujoso tesoro, sentimientos puros de amor, y el más valioso territorio, un hueco dentro del corazón de la persona indicada. Así como la más bella sonrisa a conjunto con su brillo de ilusión en el interior de los ojos. Pero esta no es una guerra fácil, incluso arriesgándote una y mil veces puedes no lograrlo y salir perdedor batalla tras batalla, más si dejas de intentarlo serás perdedor igualmente.
El amor, como cualquier guerra, no deja indiferente a nadie, cambia por completo la vida de todos aquellos a quienes arrolla sin remordimientos, el amor vuelve cobarde al valiente y valiente al cobarde, crea inseguridades al que más se quiere, obliga al más despistado a recordar por primera vez la fecha de un cumpleaños o los gustos de otra persona, y hace que el más organizado deje de lado responsabilidades por quedarse viendo una peli. El amor revive a aquel que estaba muerto en vida y provoca que el más vivo muera de amor por alguien.
El amor puede ser doloroso, volvernos estúpidos, cambiarnos; puede hacer que nos olvidemos de nosotros mismos, incluso de todo nuestro pasado o de quién éramos hasta aquel día que Cupido nos flechó, pero es la mejor de las guerras que cualquiera podría disputar.
Cerodoce